La percepción del sufrimiento ajeno suele hacernos sufrir. Un sufrimiento que no genera menos dolor que el que padecemos cuando el daño nos lo hacen a nosotros. En este sentido, traemos una historia cotidiana, pero invisible… para la mayoría.
Es muy posible que el título de este artículo te parezca figurado. ¿Trabajar entre gritos de agonía? ¿Torturando gente a gente? Bueno, lo cierto es que no solo los humanos emiten ruidos fuertes y reconocibles cuando experimentan un sufrimiento intenso. Paradójicamente, lo que aprendí en este lugar es a reconocer los amplios que eran los límites de la empatía.
En mi caso, quienes gritaban a mi alrededor eran los animales. Les oía chillar a todas horas: cuando les colgaban de la piel del cuello para transportarles, como si llevaran un bolso, cuando les pinchaban para las pruebas de dolor, cuando les sujetaban para practicar el manejo. Con el tiempo, el cerebro se acostumbra al sonido y deja de darte cuenta de la angustia que crece en tu interior. Esta es la historia de cómo esa angustia se apoderó de mí hasta el día de hoy.
«Si siguen las normas, no necesariamente estar mal»
En todo este relato hay 2 frases que marcaron etapas diferenciadas. La que esta en el titulo es la primera, pronunciada por una amiga cuando les planteó mi dilema de trabajar en un laboratorio de experimentación. Lo cierto es que necesitaba el trabajo, pero me daba la sensación de que me iban a pagar por hacer el mal.
Al final, entre que nadie más me llamó para trabajar y que quise creer que «seguirían las normas», acepté. Al principio no estaba tan mal: el ritmo de trabajo era insufrible y mis compañeros eran buena gente, así que tardé unos meses en tomar conciencia de lo que tenía alrededor. Lo cierto es que, entrara donde entrara ese dia a limpiar, todo eran gritos, porque siempre les estaban haciendo algo.
Poco a poco, comencé a ver los estragos del modo de vida de esos animales. Uñas arrancadas de raíz en los suelos de rejillas, bigotes cortados por compañeros de jaula estresados, miradas perdidas, aullidos que se propagaban por las salas de los perros. Y cada uno de ellos, como una aguja, hacia mella en mi mente y mi animocon pinchazos tan finos que no me di cuenta hasta que consiguieron abrir un boquete.
Cómo trabajar entre gritos de agonía
Lo peor de todo aquello era lo sola que estaba. Todos mis compañeros, incluso aquellos con sensibilidad suficiente para sufrir con las imágenes que veíamos a diario, seguían trabajando allí y justificando su inacción. De hecho, llegué a identificar 3 estilos de frente:
- Los que disfrutaron: las personas que vivieron un gusto en aquella pesadilla. Eran los que encestaban ratas en las cubetas, los que sujetaban a los conejos de las orejas, los que eutanasiaron mal a un perro para que se despertara durante la necropsia. Estas personas eran los artífices del sufrimiento en aquel lugar.
- Los que se pusieron la venta: las personas que se quedaron allí varios años habían desarrollado varias estrategias para sobrevivir dentro de aquel lugar. No eran raras las frases como «es lo que hay», «es que tienen mucha presión encima», «si no te pones serio, no les puedes sujetar bien». El problema era la sensibilidadasí que la acotaban.
- Los que sufrían hasta que se iban: individuos que no eran capaces de ignorar aquel sufrimiento. Eventualmente, no quedará nadie así en el laboratorio, porque se terminaban yendo de la empresa.
Yo estaba dentro de ese último grupo. Al igual que el segundo, me mentía a mí mismo para permanecer allí: «soy la única que les protege», «tengo que pagar el alquiler», «llevo mucho tiempo para mejorar esto, seguro que lo consigo en algún momento». Y, dia tras dia, mi salud empeoroba.
«Es que tienes que ser más fuerte»
Esta es la segunda frase que marcó mi paso por este lugar. Ocurrió cuando ya tenía dolores crónicos de espalda, mareos, ansiedad constante y un humor insoportable. Mi estado de ánimo osciló entre la oposición sistemática y la tristeza paralizante. Mi vida giraba en torno a ese lugar. No era capaz de dejar de hablar mal de él, pero tampoco de irme.
Y un día, tuve que participar en el control de unos primates a los que había que medicar. Tras varios intentos, una hembra acabó recibiendo golpes, insultos y zarandeos por parte del técnico, porque no conseguía tratarse la pastilla. A medida que la violencia escaló, yo me disocié.
No recuerdo si sujetaba las piernas o las manos de la pobre criatura, que se le ponían los ojos en blanco, aprisionada contra la mesa, y se desmayaba durante segundos intermitentes con la boca llena de jarabe.
Cuando salí de allí, me fui a la calle más cercana y tuve un ataque de ansiedad. Dos compañeras me asistieron en ese momento, con todo su cariño y su buena intención. Hasta que una de ellas me dijo «es que tienes que ser más fuerte».
Ahí, mi mente hizo clic. ¿Más fuerte? ¿Eso era tener fortaleza de carácter, soportar el terror cada día y participar en la agonía de animales que luego me acercaba a alimentar ya abrazar? Ahí fue cuando mi mente y mi emocional entraron en consonancia y supe que me tenía que ir.
perdóname
A dia de hoy, estoy en paz con mis decisiones. La fortaleza, para mí, fue tener que enfrentarme a trabajar entre gritos de agonía, asumirlo como mío y no esconderlo tras cortinas de convencionalismos y conformismo. Estaba aterrorizada, triste, angustiada y muy enfadada. Y lo experimenté sin anestesia desde el principio hasta el final.
Creo, y lo hago desde la humildad, que no todo el mundo es capaz de asumir las consecuencias. Aun tiempo después de irme de allí, seguía soñando que tenía demasiadas cubetas de ratas para cambiar o que detenía eutanasias para llevarme a los perros. He tenido ataques de llanto arrepentidos durante meses y no soy capaz de ver ni una sola imagen de laboratorios con animales dentro sin sufrir un ataque de ansiedad.
Ahora, aunque consiguió reconciliarme conmigo mismo, cargo un peso sobre las espaldas. Todavía no logro expresar esta experiencia y lograr que quienes me escuchan sientan lo que yo he sentido dentro de esa película de terror que no se puede pausar.
Y, sobre todo, me pesa no haber abierto todas las jaulas el último día que pasé en ese sitio. A todos aquellos que conocí tras los barrotes, que me lamían las manos y se subían en mi hombro mientras les cambiaba la cubeta, les pido perdón, pues me rendí y les abandoné porque yo sí podía huir. Espero que vuestro sufrimiento haya terminado.
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